sábado, 30 de marzo de 2019

Marzo 1719


Hace unos diez años buceando en la red, tropecé de forma fortuita con las fotografías en formato electrónico de unas cuartillas amarillentas y ajadas que parecían un texto antiguo. Alguien, de forma anónima, decía haberlas encontrado en una biblioteca del norte de Escocia y las había dejado en internet.

Desde el principio puse en duda que aquellas páginas fueran auténticas, no obstante, como distracción y sin nada mejor que hacer, pasé unos días con aquellos garabatos, aceptando el reto personal de descifrar lo que pudiera.

Algunos párrafos eran totalmente ilegibles, pero otros no tanto. En la primera hoja se señalaba la fecha, marzo de 1719. Fui anotando en un documento los primeros párrafos que pude traducir al español de lo que originariamente estaba escrito en inglés. Después otras tareas vinieron a ocupar mi tiempo y lo olvidé.

Hace unos días, encontré, de forma casual, el documento con las notas escritas por mí. Me pareció oportuno, incitado quizás porque se cumplen ahora tres siglos de la supuesta escritura primaria, publicar aquellas líneas.

Mi traducción decía lo siguiente:

Mi nombre es Iñigo Vélez de Guevara. Fui bautizado con el inicio del siglo en la parroquia de San Martín de Madrid, siendo mi madre María de Oñati. Aprendiz de herrador en las cuadras de Don Pedro de Castro en la capital de nuestra patria, y con algunas dotes para las letras que mi madre siempre alentó, embarqué hace apenas unos días sin saber motivo y acompañando a mi señor, en uno de estos barcos llamados fragatas, en el puerto de Pasajes y con rumbo desconocido.

Infantes de marina y veteranos de las invasiones de Cerdeña y Sicilia, mis compañeros de desdichas en esta nave son poco dados a confiar en alguien bisoño como yo. No teniendo mucho que hacer y sustraídas en el camarote de Don Pedro con más suerte que pericia pluma, tinta  y papel, redacto estas letras tanto para mi placer personal como con el afán remoto de que alguien las pueda leer en el futuro. Las redacto en el idioma inglés que aprendí de niño del maestro de cuadras y albéitar Guillermo Lewes, con la finalidad de que si caen en manos desconocidas dentro del barco no puedan ser tan fácilmente leídas.

Aquí hay un largo espacio en blanco en mis notas, como si hubiera dejado algún párrafo para traducir más adelante. Aparecía un nombre “Inverness” y la palabra “castle” en el margen del papel. El texto seguía con el párrafo siguiente, el último que traduje:

No escribo desde hace unos días. Ahora que Don Pedro ha decidido mi futuro, queda poco tiempo para coger la pluma. Vemos tierra a ambos lados de la nave, el desembarco debe ser ya inminente. La soldadesca comienza a impacientarse, después de tantos días de inactividad. El material que llevamos es pesado y ya está preparado. Solo esperamos que el capitán dé la orden de partir a tierra. Dios tenga piedad de nuestras almas.

Aunque busqué el manuscrito original y las fotografías tanto en internet como por otros medios, no logré información de ningún tipo. Tampoco conseguí dar con la supuesta biblioteca donde se encontraron las cuartillas. Hay mucha documentación de Pedro de Castro y sobre el plan del cardenal Alberoni, consejero del rey de España de atacar Inglaterra en aquel año de 1719, pero nada sobre este Iñigo Vélez de Guevara. Creo que seguiré investigando acerca de él. Quien sabe si lograré encontrar su historia y nuestros caminos vuelvan a cruzarse en el futuro.


jueves, 12 de abril de 2018

Un chico raro



Miky tenía catorce años, era hijo único y vivía en la base desde que destinaron a su padre Mall hace dos años. Le gustaba la realidad virtual y los deportes, en especial el neo-basket y el aero-cycling. Pero también le gustaba el aire libre, lo cual era lógico siendo hijo del biólogo.


Era común verlo en el prado alrededor de Sajuliá y por ello se hizo amigo de July, la restauradora y pasear cuando lucía el sol, lo que en los últimos meses le daba un aspecto un tanto salvaje. No corría peligro realmente, las partidas de lobos no estaban tan cerca y estaba monitorizado en todo momento.


Un día me pidió un mapa, la cartografía de las carreteras que una vez surcaron como ríos los valles y montañas de la región.  Me costó encontrarlo pues diferían de unos décadas a otras pero al final conseguí encontrar uno muy detallado que indicaba todas las características que necesitaba Micky. Altimetría, rugosidad del asfalto, perfil con cámara virtual en ambos sentidos... una joya que había resistido el paso del tiempo. 


También buscó en la base de datos y fabricó a sus medidas físicas un traje de época bastante extraño. Bueno, quién lo fabriqué fui yo con sus especificaciones. La camiseta era ajustada, de varios colores y con bolsillos en la espalda. Los zapatos, incomodísimos para caminar o correr, negros. Unas lentes alargadas y oscuras que le tapaban la cara y un casco grande y alargado le cubrían la cabeza. Pero lo más extraño era una especie de calzones con tirantes y almohadilla que había que vestirse por los pies y que se ajustaban al cuerpo como una tenaza.  


Con Jou estuvo trabajando una semana. Jou es el mecánico de la base. El artefacto que sacaron el otro día del garaje era extrañísimo, localicé en mi base de datos que era, comprobando que se parecía mucho a un artefacto de dos ruedas que se usaba en los siglos XX y XXI.


Una tarde Micky vistió sus ropas antiguas, se montó en el artefacto y echó a rodar. No era que rodara realmente ya que no había caminos y hacía unos meses que habíamos eliminado los últimos restos de asfalto, pero parecía que rodaba. El computador que llevaba hacía el resto. Esto era fácil y no muy diferente de cualquier juego de realidad virtual.
Al no haber carreteras iría unos 10 metros por encima del suelo para superar la maleza, y los árboles pero había incluido en la computadora todos los datos para que la sensación fuera igual que la que debieron tener sus antepasados. El peso del vehículo. Sus partes: ruedas, manillar, cuadro, frenos, transmisión. La potencia y la fricción contra el suelo. Todo estaba calculado milimétricamente para parecer real. Y lo mejor para Micky, el frío, la lluvia, el sol en la espalda, la velocidad en las curvas, la sensación de libertad, eso era real.


Y funcionó.  


Un clásico, un chico raro.

sábado, 31 de marzo de 2018

La última traza


Desde el aire se veía una línea blanca discontinua. Mall, el biólogo, volaba sobre ella cada vez que se acercaba  a la costa y estaba harto. No afectaba a su trabajo ya que los animales podían pasar de un lado a otro y no suponía ya la muralla que cortaba la región en dos hace unos años, pero era una mancha, un borrón que había que eliminar cuanto antes. -En la reunión de este viernes propondré su demolición -, pensaba mientras aterrizaba en la playa.

-La zona dunar es estable y los pedregales a derecha e izquierda se están recuperado muy rápido-, dijo Mall en voz alta a su grabadora mientras hacía las últimas comprobaciones en su traje, - El cormorán hembra número 3 ha anidado en la zona oeste de la playa, en la zona alta del acantilado, revisar con una cámara dron si ya ha puesto huevos-.


Llovía y soplaba un viento frío y húmedo, así que apuró para finalizar sus tareas cuanto antes. Mientras se acercaba a la orilla a comprobar la salinidad del agua, miró al norte, hacia el horizonte, pensado cuál sería su próximo destino, -Sicilia quizás o Creta. Sí, seguramente Creta, algún sitio del Mediterráneo seguro-.

Un mes después la enorme carretera de hormigón ya no estaba. Con los medios actuales su eliminación había llevado apenas una semana y la pradería ocupó su sitio. En toda la región sólo quedaron como vestigios humanos algunas pequeñas iglesias esparcidas aquí y allá, normalmente al lado de tejos centenarios. Arquitectura de hace dos mil años que los estudiantes de Tomorrow vendrían a admirar y analizar. Por lo demás, la presencia de humanos en la región  había sido totalmente erradicada.

jueves, 3 de agosto de 2017

Mediterráneo


Al llegar al hotel, el calor se hace más intenso. Las habitaciones no tienen aire acondicionado y un ventilador da la bienvenida. Escucho, en la radio, a Sergio del Molino, habla de cómo se divierte leyendo en Méjico un libro sobre Hernán Cortés. Dice pasarlo mejor en su habitación de hotel leyendo que sus compañeros de viaje en la ciudad. Si yo fuera a Méjico, iría a Comala, me digo. Traigo en el portátil “La España vacía”. Quedarme aquí y releer su libro bajo el ventilador me seduce.

En el mismo programa habla Aramburu de “Patria”. Sobre la idea germinal del libro, sobre los nueve personajes. También se menciona a Chirbes, no me acuerdo por qué. Hace apenas dos meses leí “Mediterraneos”, en mi memoria quedan chispazos del libro, menciona su Valencia natal, Génova, alguna isla griega, el alma de la que surgió Europa.

Volver a leer a Chirbes, ahora en Mallorca, sería emular a del Molino, mejor incluso que releerle a él. Más apropiado. Así que leo un capítulo o dos. Luego, dejo que los recuerdos cercanos de las últimas horas llenen mi cabeza. La vista de Formentor desde el barco, con los acantilados y el azul oscuro, profundo del mar. Un viejo tejiendo la red de pesca, a la sombra en un muelle, con su barca amarrada cerca. El interior de la isla con sus muros de piedras de un gris blanquecino tan rectilíneos, sus campos amarillos y sus caminos polvorientos. El sol y la luz tan distintos de los que hay en el lugar de donde vengo.

En Mallorca, me digo, está esa idea mediterránea que arranca en Homero y en los grandes escritores romanos. Se encuentra en el paisaje que se mira, en el lenguaje que se escucha en las plazas de sus pueblos y en el olor del mar. Ese Mediterráneo es el poso que no desaparece y perdura a lo largo del tiempo.


El tiempo parece estancarse recordando y pensando pero no queda más remedio que salir de este estado. Toca ducharse, cambiarse de ropa, buscar un sitio donde cenar que no esté demasiado concurrido, socializar con amigos y con familia. A fin y al cabo estoy de vacaciones. Y uno espera que en vacaciones se hagan esas cosas.

domingo, 18 de junio de 2017

Cuento de verano



Cuando niño. Verano, sol, nubes, viento, la bandera roja que le prohibía bañarse, los charcos donde explorar, las rocas mojadas, el pelo húmedo, el salitre en la piel.

Recuerda que los coches y los autobuses aparcaban como podían en un espacio terroso entre la carretera y la arena, al lado del camping. Familias numerosas y grupos de amigos buscaban su sitio en la pendiente que la arena formaba para llegar al mar. La mayoría se quedaba arriba, en una meseta donde no llegaba las olas casi nunca y sombrillas multicolores protegían de un sol no demasiado abrasador a las madres que leían un libro,  a los hombres que escuchaban la radio y a los niños que siendo demasiado pequeños para jugar con la arena, dormitaban después de tomar la papilla de las dos.

El hombre, que no es un viajero, está sentado en un gran tronco que debió traer la marea, mirando el mar. La memoria a veces me engaña, piensa. Parece que lleva zapatos pero es una ilusión, la arena está formada de granos gruesos y ásperos y cuando está seca y la piel mojada hace zapatos marrones. Viste un pantalón corto, ajado. El cuerpo es seco, fibroso. Tiene la piel oscurecida más por el viento que por el sol. Se levanta y recoge una rama casi blanca no demasiado gruesa, la lleva a una pila con otras similares y vuelve a sentarse.

En marea baja, las olas se alejan mucho, un kilómetro o más y el río, que ya va dejando de serlo, se ensancha,  forma caminos  que se dividen a izquierda y derecha, antes de llegar al mar. Diluyéndose.

Piensa que aquel día también estaba allí. Más o menos era éste el sitio. Había hecho una almohada de arena, y aún tumbado en la toalla podía ver el mar a lo lejos. No había mucha gente, algunas parejas, familias que vienen sí o sí, jubilados que pasean en la orilla, lo normal. Estaba nublado y era un jueves de julio. Cerró los ojos y cayó en un duermevela durante un tiempo indefinido.

Lo despertó el agua en los pies. Se levantó  y ascendió la pendiente hasta la meseta de arena. Cuando llegó arriba, aún un poco aturdido,  se dio cuenta que el paisaje había cambiado. Aquí sus recuerdos se confunden pero como es lo único que tenemos debemos seguirlos.  El río allí y las colinas detrás. El camping no, ni el puente, ni la carretera. Si se hubiera fijado un poco más como hizo los días siguientes, habría visto que la vegetación también había cambiado, los eucaliptos ya no estaban, ni los pinos.  Apenas había prados y todo era una selva de robles y alisos que llegaba hasta la costa. No recuerda mucho de aquellas primeras horas. Gritó, lloró, desesperó, no necesariamente en ese orden.  Cuando logró calmarse, volvió a la playa. ¿Qué tengo? Vio su mochila, un móvil, una manzana, una navaja para la manzana, pañuelos, la toalla y el bronceador, su ropa: pantalón corto, camiseta, deportivas, gorra y gafas de sol. ¿Nada más?


El hombre recoge otra rama, es la última.  Luego las lleva lentamente fuera de la playa, a un prado que limita con la arena, allí  hay los restos negruzcos de un fuego bordeado por piedras redondas, un poco más lejos una cabaña no demasiado bien hecha con piedras y troncos colocados hábilmente. Coloca las ramas cerca de la hoguera. Cierra los ojos, respira hondo y llora. ¿Por qué yo?.