jueves, 3 de agosto de 2017

Mediterráneo


Al llegar al hotel, el calor se hace más intenso. Las habitaciones no tienen aire acondicionado y un ventilador da la bienvenida. Escucho, en la radio, a Sergio del Molino, habla de cómo se divierte leyendo en Méjico un libro sobre Hernán Cortés. Dice pasarlo mejor en su habitación de hotel leyendo que sus compañeros de viaje en la ciudad. Si yo fuera a Méjico, iría a Comala, me digo. Traigo en el portátil “La España vacía”. Quedarme aquí y releer su libro bajo el ventilador me seduce.

En el mismo programa habla Aramburu de “Patria”. Sobre la idea germinal del libro, sobre los nueve personajes. También se menciona a Chirbes, no me acuerdo por qué. Hace apenas dos meses leí “Mediterraneos”, en mi memoria quedan chispazos del libro, menciona su Valencia natal, Génova, alguna isla griega, el alma de la que surgió Europa.

Volver a leer a Chirbes, ahora en Mallorca, sería emular a del Molino, mejor incluso que releerle a él. Más apropiado. Así que leo un capítulo o dos. Luego, dejo que los recuerdos cercanos de las últimas horas llenen mi cabeza. La vista de Formentor desde el barco, con los acantilados y el azul oscuro, profundo del mar. Un viejo tejiendo la red de pesca, a la sombra en un muelle, con su barca amarrada cerca. El interior de la isla con sus muros de piedras de un gris blanquecino tan rectilíneos, sus campos amarillos y sus caminos polvorientos. El sol y la luz tan distintos de los que hay en el lugar de donde vengo.

En Mallorca, me digo, está esa idea mediterránea que arranca en Homero y en los grandes escritores romanos. Se encuentra en el paisaje que se mira, en el lenguaje que se escucha en las plazas de sus pueblos y en el olor del mar. Ese Mediterráneo es el poso que no desaparece y perdura a lo largo del tiempo.


El tiempo parece estancarse recordando y pensando pero no queda más remedio que salir de este estado. Toca ducharse, cambiarse de ropa, buscar un sitio donde cenar que no esté demasiado concurrido, socializar con amigos y con familia. A fin y al cabo estoy de vacaciones. Y uno espera que en vacaciones se hagan esas cosas.

domingo, 18 de junio de 2017

Cuento de verano



Cuando niño. Verano, sol, nubes, viento, la bandera roja que le prohibía bañarse, los charcos donde explorar, las rocas mojadas, el pelo húmedo, el salitre en la piel.

Recuerda que los coches y los autobuses aparcaban como podían en un espacio terroso entre la carretera y la arena, al lado del camping. Familias numerosas y grupos de amigos buscaban su sitio en la pendiente que la arena formaba para llegar al mar. La mayoría se quedaba arriba, en una meseta donde no llegaba las olas casi nunca y sombrillas multicolores protegían de un sol no demasiado abrasador a las madres que leían un libro,  a los hombres que escuchaban la radio y a los niños que siendo demasiado pequeños para jugar con la arena, dormitaban después de tomar la papilla de las dos.

El hombre, que no es un viajero, está sentado en un gran tronco que debió traer la marea, mirando el mar. La memoria a veces me engaña, piensa. Parece que lleva zapatos pero es una ilusión, la arena está formada de granos gruesos y ásperos y cuando está seca y la piel mojada hace zapatos marrones. Viste un pantalón corto, ajado. El cuerpo es seco, fibroso. Tiene la piel oscurecida más por el viento que por el sol. Se levanta y recoge una rama casi blanca no demasiado gruesa, la lleva a una pila con otras similares y vuelve a sentarse.

En marea baja, las olas se alejan mucho, un kilómetro o más y el río, que ya va dejando de serlo, se ensancha,  forma caminos  que se dividen a izquierda y derecha, antes de llegar al mar. Diluyéndose.

Piensa que aquel día también estaba allí. Más o menos era éste el sitio. Había hecho una almohada de arena, y aún tumbado en la toalla podía ver el mar a lo lejos. No había mucha gente, algunas parejas, familias que vienen sí o sí, jubilados que pasean en la orilla, lo normal. Estaba nublado y era un jueves de julio. Cerró los ojos y cayó en un duermevela durante un tiempo indefinido.

Lo despertó el agua en los pies. Se levantó  y ascendió la pendiente hasta la meseta de arena. Cuando llegó arriba, aún un poco aturdido,  se dio cuenta que el paisaje había cambiado. Aquí sus recuerdos se confunden pero como es lo único que tenemos debemos seguirlos.  El río allí y las colinas detrás. El camping no, ni el puente, ni la carretera. Si se hubiera fijado un poco más como hizo los días siguientes, habría visto que la vegetación también había cambiado, los eucaliptos ya no estaban, ni los pinos.  Apenas había prados y todo era una selva de robles y alisos que llegaba hasta la costa. No recuerda mucho de aquellas primeras horas. Gritó, lloró, desesperó, no necesariamente en ese orden.  Cuando logró calmarse, volvió a la playa. ¿Qué tengo? Vio su mochila, un móvil, una manzana, una navaja para la manzana, pañuelos, la toalla y el bronceador, su ropa: pantalón corto, camiseta, deportivas, gorra y gafas de sol. ¿Nada más?


El hombre recoge otra rama, es la última.  Luego las lleva lentamente fuera de la playa, a un prado que limita con la arena, allí  hay los restos negruzcos de un fuego bordeado por piedras redondas, un poco más lejos una cabaña no demasiado bien hecha con piedras y troncos colocados hábilmente. Coloca las ramas cerca de la hoguera. Cierra los ojos, respira hondo y llora. ¿Por qué yo?.